viernes, 24 de julio de 2020

PALABRA DE DIOS Y AUTOCOMUNICACIÓN (Primera parte)

Etimológicamente, «revelar» es quitar el velo. A la manera en que se quitan los tules del rostro y se lo exhibe. De este modo aparece ante los ojos un dato que estaba oculto hasta ese momento. A partir de entonces, se conoce algo que se desconocía. En palabras simples, el acto de revelar tiene que ver con la transmisión de una determinada información. Esto también se aplica a la «Revelación Cristiana». Decimos entonces, que es posible para el ser humano llegar a la noticia de Dios, gracias a que accede a una determinada información que le permite nutrirse de su novedad.
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el nro. 33:

Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En todo esto se perciben signos de su alma espiritual.

Es decir, que las facultades naturales del ser humano lo hacen capaz de conocer la existencia de un Dios personal. Esta idea es resumida en la famosa expresión Homo capax Dei, según la cual, el ser humano tiene per se la posibilidad del conocimiento de Dios.
Este es un buen punto de partida. Sin embargo, es necesario realizar una profundización del concepto de Revelación que venimos dando, diciendo que cuando se habla de «Revelación en la Fe», no se está hablando del camino por el cual el hombre llega a conocer a Dios, sino del camino por el cual Dios se dio a conocer a sí mismo en la historia. No se está hablando de la manera en que el ser humano se eleva hacia Dios, sino cómo Dios se abaja al ser humano. Esa es la especificidad de la Revelación judeocristiana. Para poder avanzar en este sentido, debemos desarrollar una actitud diferente: la del hombre que acoge algo que le es dado, en vez de la actitud del hombre que indaga sobre Dios. Este segundo movimiento, en el que el ser humano se desenvuelve hacia Dios, aunque válido y necesario, es complementario. Es más central en la noción de Revelación Cristiana el hecho de que Dios va al encuentro del hombre, que el hecho de que el hombre vaya en su búsqueda.
Dice la Carta a los hebreos 1,1:

Después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los Profetas, en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios nos habló por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo el mundo.

Se advierte claramente en el texto la direccionalidad de la Palabra, que primeramente fuera dirigida por Dios a nuestros primeros padres. Esto responde al plan histórico salvífico de Dios, que se revela por etapas, con una pedagogía especial.
Quien escucha a Dios, sabe más sobre el mundo —y sobre sí mismo— que una persona que sólo cuenta con sus propias fuerzas. Esta afirmación vale también si se la invierte. Es decir, que quien busca un conocimiento profundo sobre la realidad que le rodea y su propia existencia, está llamado a considerar la Revelación Divina. 
Tomemos, pues, en consideración al poeta Friedrich Hölderlin, que en su poema «Sócrates y Alcibíades», dice lo siguiente:

Quien piensa lo más profundo, ama lo más vivo.

Haciendo un rápido resumen, la obra refiere a los sabios, que luego de escrutar en el mundo, a menudo acaban por desdeñar toda sabiduría meramente humana, inclinándose finalmente hacia lo bello. Pero ¿qué es lo más bello a lo que el hombre puede tener acceso? 
En las líneas que siguen comparto el poema completo:



Venerado Sócrates, ¿por qué siempre alabas a este joven? 

¿No conoces nada más grande?

¿Por qué, con amor, 

lo contemplas como contemplamos a los dioses?»


Quien piensa lo más profundo, ama lo más vivo,
comprende la excelsa juventud quien escruta en el mundo
y a menudo los sabios se inclinan, a la postre, 
ante lo bello.[1]


Una vez dentro del poema, vemos que el «Venerado Sócrates», resuelve las preguntas que se le formulan, argumentando que la comprensión de «la excelsa juventud», se aproxima al acto de mirar cara a cara a los dioses. Es decir, que la comprensión de lo «siempre joven» favorece el encuentro con lo divino y en esta epifanía, al sentir del poeta, se encuentra el anclaje a la vida verdadera. 
Da la impresión de que la segunda estrofa resaltara la acción en un solo sentido, es decir, pareciera que solamente el que contempla es quien actúa y lo contemplado asumiera un rol meramente pasivo. De este modo, en apariencia, el esfuerzo del sabio lo es todo. Él es el que piensa con profundidad, ama, comprende, abraza con su intelecto. Sin embargo, al ahondar en la construcción de la obra, se advierte que la acción se origina en aquello que en un primer momento parecía inmóvil.
En efecto, la primera estrofa —que se encuentra entre comillas— plantea unas preguntas que nos dan la clave del sentido del poema. Así notamos que «anticipan» que no hay nada más grande que alabar y contemplar con amor la juventud, que brilla serena y, sobre todo, con anterioridad al sabio capaz de advertirla. Para el poeta, la contemplación de la belleza física es la antesala de la contemplación de la belleza del alma, y acaba por identificarla como idea suprema junto al Bien. La primera estrofa ofrece la pista de que existe una relación entre el contemplar como Sócrates lo hace, y mirar a los dioses a la cara, y que de este «encuentro» se desprende el verdadero goce. Por eso el sabio lo prefiere y se deja arrobar por lo bello. Esta idea que propone el poema se emparenta con el concepto de Platón, que unifica «lo Bello, lo Bueno y lo Verdadero». La belleza como semejante al bien y éste como algo indisoluble del conocimiento y la ciencia. Lo que sigue es un deseo irrefrenable de lo bello, pero este deseo es una contestación a su llamado radiante y silencioso. Las facultades de pensar y de comprender mencionadas, no hacen más que destacar cierta capacidad de apreciación, pero éstas no son más que una parte de lo que es la respuesta al llamado que realiza, de antemano, la Belleza como supremo bien. 
De esta manera, en el sentir del poeta, lo más bello se encuentra oculto en lo profundo y se revela a sí mismo en lo más vivo. Es la belleza de lo contemplado, la que avanza sobre el que contempla, llamándolo, modificándolo y tomando posesión de él. Y quien se tiene por sabio, no ha de permanecer indiferente a este llamado.


[1] J.C.F. HÖLDERLIN. Sócrates y Alcibíades. (1798). Poesía Completa. Ediciones 29. Edición bilingüe. 1977.

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